Van a tener razón los que defienden que la vida, en el fondo, es un absoluto trance lleno de dolor y oscuridad hacia un lugar mejor. Van a tener razón los que proclaman un mundo mejor después de este, que al fin, sólo es un valle de lágrimas. Parece que llevan razón cuando nos dicen que hay que ser bueno con el prójimo por estos lares para tener una vida más próspera en el más allá. Parece todo muy cierto, pero la verdad es que yo nunca me he creido tales sandeces y he confiado más en los avatares de la biología que en postulados religiosos. En definitiva, soy de los que pienso que a cada cerdo le llega su San Martín. Eso mismo debió pensar Francisco Cuadrado cuando, al pasar por delante del féretro de Augusto Pinochet, escupió sobre él. Sólo un fino cristal evitó que el salivazo llegará al rostro del ex dictador. Cuadrado dijo tener una cuenta pendiente con Pinochet y, como la vida siempre da lugar a resarcirse, la llevó a cabo. Cuadrado es nieto del general Carlos Prats, asesinado junto a su esposa en Buenos Aires por la policía pinochetista en 1974 por haber permanecido fiel al presidente Salvador Allende durante el golpe de Estado. El asesinato de Carlos Prats fue ordenado personalmente por Pinochet. Pero el salivazo del nieto de Prats no es un salivazo cualquiera, pues se ha convertido en todo un símbolo de venganza para aquellos que padecieron el régimen de Pinochet. Poco después del salivazo, ya en pleno oficio del funeral por el ex dictador, un oficial del Ejército irrumpía en el envite, a pesar de carecer de autorización para hablar en los discursos. Era el capitán Augusto Pinochet Molina, nieto de Pinochet. Hizo un discurso valorando la talla de su abuelo, vencedor en plena Guerra Fría del modelo marxista por el medio armado. No contento con lo que había dicho fue más lejos y reivindicó el golpe de Estado de 1973 y arremetió contra jueces y adversarios políticos. Como cabía de esperar, el Ejército chileno lo ha expulsado por falta gravísima. Finalmente, la cordura vence a la irracionalidad, era de esperar en una sociedad, la chilena, que recupera los valores de la democracia y la estabilidad una vez que los argumentos del golpe de Estado de 1973 han caido por su propio peso, por carecer de lógica. Pinochet pretendía mediante la violencia cortar las alas al pueblo chileno, anclarlo en más de lo mismo y retrasar su despertar, el mismo que Allende pretendía, y una vez más hacerlo bajo las órdenes del todopoderoso, esta vez EEUU. Con Allende no sólo murió su gente y la democracia. Murió un modelo, una generación que quería mejorar, que soñaba una sociedad más libre, más justa. Pero todas las esperanzas se cortaron de cuajo aquel 11 de septiembre. Desafortuandamente, la biología le ha ganado el pulso a la justicia, como bien ha dicho el uruguayo Mario Benedetti, y la impunidad ha acompañado la figura de Pinochet hasta el final de sus días. Sólo el juez Garzón y el salivazo de Cuadrado han sido capaces de permear en la figura del ex dictador saliendo vencedores. Pinochet, afortunadamente, se ahoga en ese salivazo vengativo, el mismo que debió expulsar Loyola de Palacio, mujer luchadora, inteligente y trabajadora donde las haya, cuando en la noche de ayer se le apagaba la vida. Porque la vida, en el fondo, es un asco y al final el juicio tan injusto que da igual si has sido una persona de bien, educada, desinteresada con los demás y de éxito como Loyola, que un asesino despiadado como Pinochet. Me da miedo pensar que no exista cielo e infierno y que ambos queden avocados al mismo lugar, aunque éste sea el ostracismo.