Me resultaba inevitable mirarla. Su rostro, su mirada, sus movimientos, su dulzura aún estando seria y todas esas pequeñeces que sólo conocemos quienes hemos respirado un aliento que no es el nuestro alguna vez. No se me pasaba por la cabeza que podría pensar acerca mía, pero yo no podía apartar la mirada. Ella endurecía la expresión, se ponía trascendente, consciente quizá de que era una bella flor del paraíso. Jamás hablé con ella, ni un tímido saludo, pero es cierto que muchas veces quise pasarle una nota: "perdona, pero me recuerdas tanto a ella..." Cuando coincidiamos en el autobús, de camino a casa, ya no importaban los largos meses de sufrimiento, las lágrimas escondidas debajo de la almohada, las palabras quebradas ni las tardes esperándola. Era una niña, quizá la misma niña que habría correteado alguna vez por las llanuras de Castel di Leva, o que años más tarde gestionaría el apartamento de Quatro Cantoni como si de un Hilton se tratase. Con esa dulzura que sólo aparece en los versos de Sandro Penna. Recuerdo la soledad de aquel apartamento agrieteado, nuestro centro del universo cada una de las noches que pasábamos en él, abrazados, mientras un halo de sensualidad impregnaba toda la sala y la fuente de la puerta rumiaba un sonido que tengo grabado aún. Las mañanas amanecían temprano dando paso a una vorágine de besos que continuaban el frenetismo de la noche anterior. Pero claro, éstas eran cosas que la pobre chica del autobús, acomplejada por la penetrante mirada que le dedicaba, no conocía. Entonces, ya no importaba que hace justo ahora cinco años me librara por unas horas del más cruento atentado terrorista perpetrado en Europa. Mis viajes en los trenes de Cercanías siguieron siendo constante tras aquella masacre, pero ya siempre miré de reojo a todo el mundo. Quizá haya encontrado explicación a mi cerrazón. Ni importa ya que la comisión de los espías en la Comunidad de Madrid se haya cerrado en vacío, que Camps vista trajes que no pagó o que un ex director de Telemadrid también fuese espiado. A estas alturas ya no nos extraña nada de lo que hace la derecha, para quien el juez Garzón es el culpable de todos los males que nos rodean, como si fuese sido el talentoso magistrado jienense el que hubiese obligado a Correa y a sus secuaces a huntar manteca a las tostadas. Donde ha dado una vuelta la tostada ha sido en Euskadi. ZP se ha fijado como prioridad afianzar un cambio en la región, consciente de que, si fracasa, está en juego su propio Gobierno. Un Gobierno que, con la marcha de Bermejo, se ha puesto de moda. Sus carteras van saltando como gambas en una sartén y los rumores han alcanzado cuotas de veracidad impropias. Verdad, lo que sí ha resultado verdad, es el nuevo atentado del IRA, o mejor dicho, de los fanáticos que aún quedan en Belsfat. El Sinn Fein por fin ha denunciado la violencia sin ambigüedades, como desde hace muchos años se reclama al PNV, a quien aún le escuece la herida por perder el Gobierno vasco. Sólo faltaría que Urkullu anunciara una querella contra la democracia, que es lo que practicamente hace Juan José Güemes, consejero de Esperanza Aguirre, al anunciar que el Gobierno regional presentará una demanda contra el diario El País por las informaciones publicadas. Estos días me estoy topando con demasiada gente que no conoce, o se salta a la torera, el artículo 20 de la Constitución. Le entran ganas a uno de coger el primer vuelo hasta Barcelona, conquistar El Prat y reinventar el mundo cogido de tu mano.