06 marzo 2009

UN MUNDO DETRÁS DE LA CORTINA

En el País Vasco las esperanzas han vuelto a apoderarse del primer plano de la vida pública y política. Que por primera vez en 30 años el nacionalismo no tenga la mayoría en la cámara vasca supone para muchos una luz al final de un túnel, ya que ésta era una situación inconcebible hace sólo unos años. El pueblo vasco, singular y sufridor donde los haya, a sabiendas de que la paciencia es una virtud y que este sufrimiento suyo pronto sería recompensado, a visto como tras décadas de terror se abre un nuevo horizonte. El hombre clave es el socialista Patxi López, que será probablemente investido lehendakari con los votos a favor de su máximo rival en la contienda nacional, el PP. Todo ello mientras el resentimiento crece por momentos en las filas del PNV y figuras tan destacadas en él como Iñigo Urkullu, comienzan a lanzar díscolos mensajes, en apariencia sin un destinatario fijo, pues el pueblo, con la legitimidad que dan las urnas, en esta ocasión no les ha apoyado. Por ello Patxi les ha recordado lo que todo ciudadano, por muy vasco que sea, sabe: que el PNV "no es ni el régimen ni la religión de Euskadi". Los Ibarretxe y compañia querían entronarse, ser eternos, una situación muy cercana a la que padece Italia con Berlusconi, que quiere ser el líder vitalicio de una sociedad acostumbrada ultimamente al pasotismo, el estancamiento y a debatirse constantemente, día tras día entre la penumbra y la esperanza, cómo si no existiera una escala de grises entre el blanco y el negro. Pero no todo está parado en esa Italia detenida en el tiempo que tan bien describe la novela de Melania Mazzuco, Un día perfecto. Al revés, la riqueza y la versatilidad de las historias que suceden allí no tienen parangón en Europa. Mis experiencias en Roma, ciudad en la que se desarrolla la obra de Mazzuco, son claros ejemplos de ello. Y es que no es fácil encontrar un lugar en el que un ex primer ministro es secuestrado y asesinado. Menos lo es que 30 años después nadie sepa a ciencia cierta quién fue el culpable ni por qué Aldo Moro debía morir. Y eso a pesar de que tu tesis sobre las brigadas rojas indagaban a fondo sobre ello y nos aleccionaste sobre el terrorismo ideológico de izquierdas. Aún hoy te sigue apasionando el tema. Dicha fascinación, como la fascinación de Italia en general, se debe, entre otras cosas, a esa abrumadora cultura política y a la prodigiosa capacidad de sus dirigentes para superarse a sí mismos generación tras generación. Me lo explicaste mientras cenábamos una pizza en la terraza de aquel restaurante de EUR cuyos cristales nos dejaban apreciar el interior de la sala y aquel partido en la tele del Mundial de Alemania que nadie miraba. Una competición que, al final, ganó tu país por gratia divina. Italia es un país que sabe sacar lo mejor de sí mismo cuando peor le va. Pero si a la degeneración política le añadimos la Cosa Nostra, la Camorra, la N'drangheta y la Sacra Corona Unitá; el terrorismo negro y rojo; el proceso Manos Limpias, los tejemanejes vaticanos de los banqueros de Dios, la amistad de Bush, Putin y Gaddafi con Berlusconi, o el tráfico de inmigrantes desde las costas libias y el este de Europa (por citar sólo algunos casos de los últimos años), la única conclusión posible es que los escritores italianos lo tienen fácil para vencer la pereza y la falta de ideas. Y en contraposición, la ciudadanía lo tiene muy difícil para vivir una vida sin sobresaltos y esperanzadora. A caballo de la crisis económica, la ideológica (con la capitulación final de la Democracia Cristiana y el Partido Comunista), la notoria ausencia del Estado y el olímpico desprecio de las reglas de convivencia han acabado asentando en el país una única sensación: el miedo. Al otro, al diferente, al futuro. Una situación similar a la que estaban acostumbrados los ciudadanos vascos. También fue mi caso durante largos meses de sentimientos encontrados e inexplicables (además de tristes) sucesos que aún guardo en la nevera. Porque, aunque no lo parezca, todos tenemos alma, corazón, rabia. Nos sobreponemos a la indignación temporal a la que, en ocasiones, nos lleva nuestra propia gente, nuestros propios sentimientos, y al cumplir la regla de oro del viejo pacto, volvemos a soñar con un mundo mejor. Un mundo que quizá esté detrás de la cortina, en la cocina, o tal vez en la lámpara de un salón repleto de telarañas. Aquí, dentro de casa, o fuera, en los locales mugrientos con esencia de pijos de la Diagonal, en una Barcelona que invento, y que imagino rota en abrazos, ronca en besos y oxidada de afecto. Un lugar tan alejado como Roma, cuna de artista, cementerio de poetas. Desde la colina de Montjüic, he gritado tu nombre a los cuatro vientos. Y se han roto los esquemas de toda una civilización.