Siempre quise contar cuentos. Pero no ser un cuentista. Eso la gente no lo perdona. Ni tampoco me lo perdonaría yo mismo. Me refiero a escribir con trazos sinuosos historias reales o ficticias, a dibujar situaciones, a reflejar sentimientos. Como Allan Poe, como Borges, como Benedetti o como Alberto Moravia. En Italia han existido grandes narradores. Necesitaría todo este blog para hablar de los cuentistas italianos. Porque desde que, en pleno auge del Renacimiento, un autor condenado por el buen gusto, Giovanni Boccaccio, produjese un hito en la narrativa universal, El Decamerón, han ido apareciendo autores capaces de catapultar nuestros sentidos hasta los lugares más extravagantes. Nombres como Luigi Pirandello, Giovanni Verga, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Dino Buzzati, Italo Calvino, el propio Moravia, Leornardo Sciascia, Pier Paolo Pasolini o Antonio Tabucchi. Parece que llevaran el engranaje de la prosa atado a su cadena genética. Pero ahora, en los tiempos que corren, el cuento se ha devaluado. Ya no valen nada narraciones que debieran ser dogmas para que la historia no repitiera barbaries, o para construirnos una moral que está en proceso de continua deflagración. Hablo de novelas como Si esto es un hombre, de Primo Levi. No, ya no. Ahora el cuento se ha reconvertido. Cosas de los tiempos. Contemporáneos en estas lides son los también italianos Silvio Berlusconi, Roberto Calderoli, Gianni Alemanno... Cuentan historias que son poco o nada reales pero que la gente las cree. Entre los tres quieren escribir una historia sublime: La caza de los cíngaros. Una obra llena de humillaciones, despropósitos, persecución y aberraciones. Aquí se reparte a diestro y siniestro. No se ha afilado el hacha del tempo fascista, pero se invita a la patada en el culo a los ciudadanos extranjeros que no sean capaces de pagarse un affito en Aventino, Barberini, Colosseo o Navona, por poner unos ejemplos de lugares con garbo en Roma. Viven en chabolas, sí, pero no se preocupan de insertarlos en la sociedad, sino de sacudirles nuevamente, como lo ha hecho ya la vida, y despojarles de todo aquello que tienen: la esperanza. Roma es lúgubre, pero bella. Desde la llegada de Alemanno, sólo he visto tinieblas, cuentos chinos y chivos expiatorios. ¿Son los cíngaros el verdadero problema de esta ciudad? ¿De Italia? Nadie se mira aquí el ombligo. Italia necesita reinventarse y no descubrir a cada palmo de tierra un nuevo vínculo entre la mafia y la sociedad (la política en su día, ahora el deporte). La clase política (izquierda y derecha) está agotada en Italia. La sacudida causará el mismo efecto que el huracán Nagris en Birmania o el terrible terremoto de China. Los políticos de aquí se negaron a abrir sus puertas a la ayuda internacional. Sobrevino el sentido común mientras Israel celebraba su 60 cumpleaños como un regalo de Dios: la tierra prometida. Seis décadas de destrucción y de terrorismo de Estado. Palestina sufre ahora su holocausto. María San Gil ya no es San nada para Rajoy. La dirigente vasca ha puesto la piedra al cuello de Mariano esperando que se hunda en el congreso de Valencia. Luego vendrá el sector más Rococó de la derechona española: Mayor Oreja, Esperanza Aguirre, Francisco Camps... Yo no quiero escribir este cuento ni despertarme mañana entre ruinas. Me basta con saber que Roma sigue donde siempre, a pesar de Alemanno, del tiempo y de tus miedos.