18 septiembre 2009

PASEANDO A ORILLAS DEL DANUBIO

Viena, 1913. Por sus calles, un pobre y necesitado ex estudiante de arte, en los días en los que el invierno arreciaba con dureza, paseaba por los corredores del museo del palacio Hofburg. Allí pasaba las horas mirando las piezas que le atraían, por las que sentía un extraño poder de seducción. Eran las insignias de los Habsburgo. Y mientras se deleitaba con ellas, aquel joven, Adolf Hitler, soñaba con poseer el objeto más deseado en la historia: la Santa Lanza, aquella que atravesó el costado de Cristo después que éste expirara en la Cruz. Mientras Marta paseaba sus ojos por aquella misma lanza, pensaba en el extraño final que tuvo el último poseedor del sagrado objeto. La leyenda cuenta que, en el instante en el que los aliados descubrieron todos los objetos sagrados que el führer tenía en su posesión, una bala sesgaba su vida. Ahora, Marta ha encontrado esta joya, como muchas otras, en el museo del Tesoro secular y sacro que se encuentra ubicado en la parte más antigua del Palacio Imperial. En ese lugar predilecto no tendrán lugar Josias Kumpf, Anton Tittjung ni Johann Leprich, los tres guardianes nazis que Ismael Moreno, juez de la Audiencia Nacional, ha procesado por genocidio. Sólo en el campo de concentración de Mauthausen estuvieron prisioneros 7.000 españoles, de los cuales apenas 2.600 sobrevivieron. Uno de ellos fue Jorge Semprún. Tanto él como los cientos de prisioneros anónimos de estas cárceles del terror merecen hoy un reconocimiento, el mismo que las grandes potencias les han denegado en las conmemoraciones habidas (y por haber). También lo merecen las víctimas del Gulag soviético, que aunque suenen menos, fueron más. Pocos como Primo Levi o el propio Semprún han retratado en sus obras la dureza de los campos de concentración. No tengo derecho ni siquiera a imaginarlo, pero las nuevas generaciones deberían de conocer el horror perpetrado en esos confinamientos para que nunca jamás volviera a ocurrir. No tengo su testimonio, pero sí las actas de las pertinentes administraciones policiales y penitenciarias. Hoy sé que es real, que mi abuelo materno estuvo ocho largos años recluido en campos de concentración y que tuvo que realizar trabajos forzados. Que magnánimo sería su horror que jamás habló de aquel sinsentido. Seguramente preferiría imaginarse paseando por las calles de Viena, esa ciudad mágica que desde hace unas semanas cuenta con tu presencia. Te marchaste sin el poema que te prometí, pero no volverás sin tenerlo. He pensado que podríamos escribirlo juntos, compartiendo nuestras penas y nuestras ilusiones mientras recorremos las grandes avenidas de la Schubertring. Escribirlo mientras se nos muestra la grandiosidad de una ciudad que un día fue imperial y que, en toda y cada una de sus calles, sigue derrochando aquel aire majestuoso de emperadores y emperatrices bañando sus monumentos en color dorado. Entiendo ahora la esencia de Gustav Klimt al usar oro en muchas de sus obras maestras, como en El Beso, sita en el museo Belvedere. No sé si habré de caminar hasta allí para rozar tus labios. Se quedarán con ganas de hacerlo los seis militares italianos a los que un ataque suicida de la insurgencia ha robado la vida en Kabul. Umberto Bossi, líder de la Liga Norte, fiel aliado del Gobierno Berlusconi, ha aprovechado el momento para pedir la retirada de las tropas patrias. Il Cavaliere le ha sonreído, sabedor de la importancia de contar con su apoyo. Sólo algún político serio, como Fini (aunque no comparta sus postulados teóricos) ha reprendido a sus colegas por su discurso facilón ahora que la pesadilla y el terror se han adueñado de Italia. Cuesta creer que Fini sea el líder de Forza Italia, el partido hereditario del fascismo italiano. Forza Italia proviene del Movimiento Social Italiano, creado seis meses después de acabar la II Guerra Mundial. 18 meses más tarde, ya tenían representación parlamentaria. Cuenta el escritor siciliano Andrea Camilleri que cuando llegó en 1945 a Roma había pintadas que decían: “Devolvednos al cabezón”. La gente quería que Mussolini volviera otra vez. El maestro de la novela negra no sale de su asombro y dibuja la negritud del panorama político italiano. Recuerda un artículo de Herbert Matthews, periodista de The New York Times. Decía: “no habéis matado al fascismo realmente y es una enfermedad que sufriréis durante décadas, reaparecerá en formas que no reconoceréis”. Y en esas están, preguntándose si Berlusconi es fascista o no. Camilleri, sin embargo, sigue manteniendo la rabia, esa vieja rabia comunista que él sigue reivindicando como antídoto moral para su país, esa Italia que pese a todo vota y admira a Berlusconi. Menos populista, pero tan efectista como él, Angela Merkel, que en poco más de una semana se juega la cancillería alemana. Mientras, en nuestro país, Zapatero vuelve a contar con el temido ejército estalinista que, por desgracia, aún vive dentro del PSOE. Son los hooligans de la política. No aprecian el derecho de otros muchos socialistas a disentir, al menos en parte, para ayudar a mejorar algo en lo que creemos. Mi abuelo lo hizo, y eso no le impidió defender unos dogmas por los que tuvo que sobrevivir en las oscuras cloacas del fascismo. Es triste que se repitan esos campos de concentración, aunque sean intelectualmente hablando, en pleno siglo XXI. Como pregona Juan Carlos Rodríguez Ibarra, “nadie se atreve a levantar la voz en el PSOE”. Y así es como nadie ha criticado que los socialistas españoles hayan dado su voto a Durao Barroso para que siga presidiendo la Comisión Europea. Daniel Cohn-Bendit, líder de Los Verdes en Europa, ha insistido en que, que los socialistas españoles voten por Barroso es como si Zapatero pidiera el voto para Rajoy. Ahora que te cuento todo esto, seguro que te alegrarás de estar paseando a orillas del Danubio. Porque, aunque ya no tengamos ni derecha ni izquierda, Viena siempre será el mismo lugar imperial de antaño. Más ahora que tú paseas por sus doradas calles.