El pasado 28 de julio el Consejo de Ministros aprobaba un proyecto de ley que ha defraudado las esperanzas de verdad, justicia y memoria ignoradas por el Estado durante 70 años. La nueva ley no avanza sustancialmente en nada y, por el contrario, consolida el "modelo español de impunidad". Dicho modelo consiste en silenciar los crímenes de guerra cometidos durante la Guerra Civil y, posteriormente, durante la represión franquista. El proyecto pretende recuperar de las fosas comunes los miles de cadáveres de republicanos que siguen enterrados en lugares desconocidos por toda España. Es un paso, pero no puede ser el definitivo. Muchos españoles quieren conocer qué pasó, quién ordenó, quién mató y dónde está su padre, hermano, tío o abuelo. Conocer todo ello no puede ser una utopía, sino un derecho. Además, los nombres y apellidos de los asesinos deberían ser públicos por justicia social. Y para damnificar a las víctimas. Porque los torturadores no pueden quedar exentos de responsabilidades gracias a un silencio que les hace gozar de una impunidad tal como si los españoles hubiesemos copiado tal cual las leyes de Obediencia Debida y Punto Final que Raúl Alfonsín espetó a los argentinos para terminar con todas las verguenzas militares que el país arrastraba desde la dictadura de Videla (1976-1981). Por eso uno los puntos más grave de la ley que prepara el Ejecutivo es el hecho de no anular los miles de juicios irregulares que llevaron a la cárcel o al paredón a miles de republicanos. Tampoco el Gobierno ha tenido valor para poner fin al siniestro mausoleo de Cuelgamuros (Valle de los Caídos), construido con el trabajo esclavo de miles de presos políticos. No es normal que en un país democrático como el nuestro, los restos de uno de los dictadores más represivos de la historia tengan cabida en un lugar privilegiado. Y mucho menos que ese lugar siga perteneciendo a Patrimonio Nacional. Para los afectados, lo más decepcionante de este proyecto es la ausencia de una reivindicación de la lucha y del sacrificio de varias generaciones antifascistas. Y es que la democracia española tiene pendiente una deuda pública con quienes lucharon para su reinstauración. En definitiva, el proyecto de ley de Memoria Histórica tiende a mantener el pacto de olvido de la Transición como claudicación definitiva ante la ofensiva de una derecha social y política incapaz de romper su cordón umbilical con el franquismo.
Principal objetivo de la ley debe ser, y será, la creación de un catálogo de monumentos franquistas y calles con nombres ligados a él por toda España para establecer un plan que los elimine. Pero lo más importante será impulsar la creación de instituciones culturales con el objetivo de difundir la lucha antifranquista y de fomentar las labores académicas y científicas destinadas a la investigación de los crímenes del franquismo y la divulgación de la memoria de la lucha contra el régimen de Franco. En este sentido, se debería adecuar los planes de estudio hacia el tratamiento didáctico de la II República como referente democrático y que resalte la labor de aquellos intelectuales que murieron, abandonaron el país rumbo al exilio o sufrieron persecución por defender los valores de libertad. Y para terminar, el Estado tiene que reconocer y dotar económicamente a todas aquellas personas privadas de libertad por motivos políticos durante el franquismo, tomando, si se requiriera, cada día de privación como trabajado y, por tanto, cotizarlo a la Seguridad Social. En este sentido se añade el reconocimiento y rehabilitación de todos los miembros de las Fuerzas Armadas y cuerpos de orden público que se mantuvieron leales a la República. Sólo así es posible una ley de Memoria Histórica que permita cerrar las heridas abiertas hace 70 años, cuando la agresión del fascismo yuguló todo lo que significaba la II República: democracia, cultura, laicismo, progreso y justicia social, los padres de nuestro sistema democrático que tanto pretenden silenciar ahora.