Los italianos creen que inventaron el fútbol, al que llaman calcio, que significa patada. Una patada es precisamente lo que le ha pegado estos días George W. Bush a nuestro país, después de anunciar que no invitará a España a la reunión del G-20 (los países más desarrollados del mundo). El encuentro tendrá lugar el 15 de noviembre en Washington y el objetivo será refundar el capitalismo, el modelo económico más eficaz de los creados por el hombre, visto lo visto. Pero para entonces Bush ya no será el presidente de EEUU, el hombre más poderoso del mundo. Muchos se quejan que el verdadero dueño del planeta (que será elegido este martes) no vaya a asistir, y acusan a Bush de montar un circo más antes de su despedida definitiva. Hasta que llegue ese día, otros líderes mundiales azuzarán para que Zapatero esté presente en esa reunión. Sería un insulto a la inteligencia que España no estuviera en Washington. Un insulto a nuestra civilización, historia y cultura. Un insulto al capitalismo, base de la grandeza del país de las franjas y las estrellas. Y un insulto también a los miles de millones de trabajadores de todo el mundo que no llegan a fin de mes por culpa de este feroz capitalismo que sufren sin que ellos lo hayan creado o alimentado. Así lo han manifestado ya países como México, El Salvador, Argentina o Brasil, mientras sus líderes se veían las caras con ZP en la XVIII Cumbre Iberoamericana. España debe estar sí o sí. Es un punto de no retorno. Pero el verdadero punto central, como no podía ser de otra manera, ha sido la crisis financiera. Una crisis que ha llevado a nuestro vecino Portugal a nacionalizar su banco de referencia: el BPN. Otros de los que intenta nacionalizar algo, y están como locos por hacerlo, es McCain. Ahora que las encuesta le arrojan a las catacumbas se ha empeñado en presentar a Obama como socialista, negro y terrorista. El veterano de guerra, demasiado veterano para ser presidente, diría yo, asegura que el senador de Illinois retirará la estatua de La Libertad, símbolo que abraza a todo aquel que llega a Nueva York en busca de su particular sueño americano. El mismo del que no despierta Obama, que es un ciclón que avanza con paso firme, y salvo mayúscula sorpresa, hacia la Casa Blanca. Su rostro denota humildad, cambio, ilusión. Cuando miro al rostro de Maria Stella Gelmini, implacable ministra de Educación (o lo que queda de ella en Italia) de Berlusconi, me doy cuenta que hay mujeres que a pesar de su rostro dulce y amable esconden una frialdad terrorífica. Lo vi en tus ojos, una tarde gris del mes de mayo, cerca de Celimontana, a dos pasos del Coliseo, por donde el pasado sábado desfilaron más de un millón y medio de personas para quejarse de la política económica, educativa y de inmigración del gobierno. Gelmini ha llevado a las cámaras italianas el llamado decreto 137 (que tiene sus cosas malas y sus cosas buenas, según me dices tan alejada de la realidad como de mí). La ministra, imperturbable ante la bronca que ha acompañado sus decisiones, sigue convencida de que su reforma mejorará la educación pública a pesar de los recortes en la financiación (7.800 millones de euros menos durante el próximo trienio); la supresión de más de 130.000 empleos entre docentes y administrativos; la reducción de horas semanales de lección, etcétera, etcétera... El país, desde Milán a Catania, es un clamor. Los estudiantes se llegaron a apilar en las puertas del Palacio Madama para protestar contra Gelmini y exigir un referéndum para derogar la ley. A falta de iniciativa gubernamental, la consulta será promovida por el Partido Demócrata ciudad por ciudad, según ha anunciado Walter Veltroni. La izquierda, después de muchos años dormitando en la caverna del terror y la desavenencia política, se ha redescubierto a sí misma. Cree en sus posibilidades. Y el pueblo vuelve a estar con ella. Pero de eso, de la izquierda italiana y de sus laberintos, hablaremos otro día. Lo prometo. Ahora suenan en la distancia los tambores del cambio. Traen un ritmo de danza africana, aire keniano. Es la oportunidad de recobrar la ilusión perdida. De darle una patada a todo y romper con el pasado. Contigo. Con una ciudad eterna plagada de onanismos. Una patada a la vida. Una patada al decreto de Gelmini. Una patada a Berlusconi, capaz de rebajar casi en 8.000 millones el presupuesto en Educación para recortar gastos y aprobar, al mismo tiempo, una ley llamada salvafútbol. Fue en 2003, cuando se permitió a los clubes devaluar el patrimonio en el balance para percibir compensaciones fiscales por esa pérdida contable y amortizarla en diez años. Pero claro, entonces esa patada monumental a las arcas públicas beneficiaba a Il Cavaliere para curtirse de votos (el fútbol italiano es el semillero de la derecha italiana y de los apolíticos). Entonces, esos 8.000 millones de euros eran menos millones y su AC Milán estaba de por medio. Es la otra historia del calcio, aquella que no cuenta el libro de Enric González, antiguo corresponsal del diario El País en Roma. Su libro es su historia. Igual que yo tengo mi propia historia de Roma. Y a veces es difícil darle una patada a tu propia historia.